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Escena VII.
Sancho, D. Quijote, armado de todas armas y con la bacia ó yelmo de Mambrino en la cabeza, baja por las cuestas practicables y llega hasta el proscenio. Sancho le sigue, despues de dejar á Rocinante atado á un árbol.
Quij. |
¡Oh! vuelve, Sancho, vuelve á repetirme
qué te dijo la dueña de mi alma.
| Sancho. |
(Mentir sobre mentir... y yo que apenas
recuerdo del embuste una palabra...
Vamos.) Señor, cuando dejé estos montes
eché á andar... eché á andar... á andar.
| Quij. |
(Impaciente.) Y ¡Vaya!
llegaste al fin, y basta de andadura.
| Sancho. |
Es que anduve... y anduve, y...
| Quij. |
Pero acaba,
que mas que tú anduvistes me impacientas.
| Sancho. |
Despues de tanto andar llegué á su casa.
| Quij. |
Su palacio dirás.
| Sancho. |
Si era palacio
se trasformó en corral á mi llegada.
| Quij. |
¡Á tí te pareció! ¿Cómo, no vistes
por sus torres las nubes desgarradas?
¿No oiste el ronco hervir con que sus fosos
llena un rio en gigante catarata?
¿La trompa no escuchaste que en sus muros
bramar hizo un enano á tu llegada?
Cuando ya en los salones penetrastes,
en que la muchedumbre cortesana,
océano de luz, de oro y de perlas,
se agita en brilladoras oleadas,
¿admirados curiosos no decían,
volviendo el rostro adonde tú pasabas,
ese es Sancho... ese es Sancho... el escudero
del sin par don Quijote de la Mancha?
| Sancho. |
(De tanta historia y tanto disparate
que me ahorquen si he dicho una palabra.)
| Quij. |
Pero no es eso, no, lo que pregunto:
lo que quiero me digas, lo que el alma
está impaciente por saber, es cómo,
cómo la hermosa, y mas que hermosa ingrata
te recibió. ¿Qué hácia? Tal vez era
la hora de dejar la pluma blanda,
y puesta ante el espejo, su hermosura,
causa de tantos males, contemplaba.
Plumas, oro, diamantes le ofrecian
cien doncellas, en torno arrodilladas,
quemando mirra y perfumado aloe
en anchas copas de coral y plata.
Ó tal vez melancólica y amante
con oro y perlas la celeste banda,
que habia de ceñirme en un torneo,
con sus manos bellísimas bordaba?
| Sancho. |
Señor, ó soy un topo, ó los encantos
que ha tiempo nos persiguen, por desgracia
á la pobre señora, sin haberlo
comido ni bebido le dan carda.
| Quij. |
¿Por qué?
| Sancho. |
Porque al llegar ni vi palacio,
ni doncellas, ni pajes, ni... En fin, nada.
Yo entré por un corral, y con asombro,
sudosa y algun tanto fatigada,
media hanega de trigo en un arnero
ví que alegre cernia vuestra dama.
| Quij. |
¡Trigo!!... perlas serian: ó á lo menos
si trigo, candeal.
| Sancho. |
No, por mis barbas,
que era trigo y rubion, de lo mas malo.
¡Cuando os digo, señor, que está encantada!
| Quij. |
¡Hubo un dia jamás, un solo día
en que aleve mi dicha no turbara
ese maldito encantador?... Prosigue,
prosigue, Sancho...
| Sancho. |
Pues, señor, contaba
que cerniendo la hallé: le hice un cumplido,
y sin dejar su ocupacion, la cara
desdeñosa volvió, como diciendo:
¿qué se os ofrece, hermano?... Yola carta
al punto le mostré y...
| Quij. |
(Interrumpiéndole.) ¡Ah! dí: en su pecho
la estrecharia amante, con sus lágrimas
la bañaria, á sus divinos labios...
llevándola despues la be...
| Sancho. |
(Interrumpiéndole y con mucha calma.) No; nada,
ni la besó, ni la estrechó. Me dijo
asi... con una voz un poco áspera.
Hermano mío, al que leer no sabe
una majaderia es traer cartas,
porque es dar al que no tiene narices
un pañuelo riquísimo de Holanda.
| Quij. |
Sancho, este encantador que nos persigue
siempre que pone el dedo es en la llaga:
por eso á mí me hiere en Dulcinea.
| Sancho. |
Y á mí me busca el flaco en las espaldas.
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CANTO.
(Se oye á lo lejos el sonido de un caracol, al que responden otros en distintas direcciones.)
| Quij. |
De una guerrera trompa
escúchase el clamor;
tal vez anuncie el eco
de su sonora voz,
que llega esa princesa
que implora mi favor.
| Sancho. |
(Que ha ido al fondo vuelve apresurado.)
Señor, entre una nube
de polvo, en un bridon,
se acerca un escudero,
sin duda portador
de algun real mensaje.
Mas vedle... ya llegó.
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