BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Narraciones

 

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Entre sueños

 

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Hace pocos días entré en una tienda de tiroleses, y como había de fijarme en otra cosa, me fijé en un reloj de pared y pregunté el precio.

–Quince duros –me dijo el dueño.

¡Quince duros! –repetí yo en voz baja y como dudando si me decidiría o no a comprarle.

–Es una ganga –se apresuró a añadir mi interlocutor para acabar de decidirme–. Ya ve usted, por quince duros un reloj de péndulo. Esto acompaña por las noches.

–Esto acompaña –exclamé yo entonces–; he aquí lo que yo busco: algo que me acompañe en mis largas horas de fastidio; algo que rompa el triste silencio de mis eternas noches de insomnio. Y sin meterme en más averiguaciones, compré el reloj y lo llevé a mi casa. En hora aciaga lo hice. Razón tienen los que aseguran que más vale estar solo que mal acompañado. Pero no adelantemos el discurso. Vamos por partes, que la cosa merece ser referida punto por punto. Llevé, como dejo dicho, el reloj a mi casa, lo colgué en mi alcoba, le di cuerda y comenzó a moverse el péndulo.

Entre las cosas que ignoro, que son bastantes, una de ellas es en qué consiste sobre poco más o menos el mecanismo del reloj. Quedéme, pues, un gran espacio de tiempo contemplando aquella maraña de ruedas y aquel péndulo, que se movían por sí solos, con una estupidez digna del salvaje más salvaje de la más remota isla del mundo. El reloj comenzaba a divertirme, lo cual probará a mis lectores que a pesar de todo yo me divierto con bastante poca cosa.

Pasó el día, llegó la noche, metíme en la cama, y aquí te quiero ver escopeta, o mejor dicho, aquí te quiero ver reloj –exclamé para mi almilla–, acomodándome como mejor pude en el fementido lecho y cerrando los ojos no sin haber antes apagado la luz con el tacón de una bota.

El reloj, en efecto, hubo de comprender que había llegado la hora de lucir sus habilidades y pareció como que empezaba a moverse con un ruido más igual y perceptible.

Al principio el compasado tric... trac del péndulo que llevaba la batuta en esa misteriosa sinfonía de ruidos que accidentan el alto silencio de la noche, me distrajo un poco, y hasta puedo decir que me acompañó en la soledad. Al cabo de una media hora comencé a encontrar alguna monotonía en aquel continuo y alternado martilleo, y si con la voluntad hubiera podido hacer que se apresurase o se retardara el movimiento del péndulo, de seguro lo habría apresurado o detenido. Más tarde, cuando comenzaron mis párpados a cerrarse insensiblemente, cuando hasta mis ideas se elaboraban con más lentitud, cuando el sopor del sueño comenzó a embargarme con su voluptuosa languidez, cien veces estuve tentado de levantarme a parar aquella maldita máquina que con imperturbable compás seguía sonando sin debilitar su ruido ni retardarlo a medida que todo se apagaba y parecía borrarse dentro y fuera de mí.

Unas tras otras, mis ideas reales fueron desapareciendo, y otra serie de ideas informes que pertenecen a la vida del sueño, que es sin duda alguna una existencia doble y aparte de la existencia positiva, se alzaron del fondo de mi cerebro y comenzaron a flotar como un vapor ligerísimo ante los ojos del alma. Me dormí, pero no tan profundamente que no siguiera escuchando como un rumor alternado y confuso el tric trac del reloj. Aquel monótono ruido debió influir en la visión de mi sueño, o al menos modificarla, como sucede a menudo con las sensaciones que se experimentan durante la noche.

La imaginación se apodera de estas sensaciones exteriores y, desfigurándolas y dándolas una forma extraña, las asimila a sus extravagantes desvaríos. Sólo así puedo explicarme la visión que tuve. Soñé que me encontraba en un campo inmenso; ante mis ojos se abría un horizonte dilatadísimo; ni una ligera nube empañaba el cielo, ni una línea pintoresca accidentaba el paisaje; todo era igual y monótono, todo verde a mis pies, todo azul sobre mi cabeza: una faja gris cortaba el fondo en el punto donde el suelo y el cielo parecían tocarse y confundirse. Una mujer hermosa pasó a mi lado; la hablé, y no me contestó, ni levantó siquiera los ojos de una flor que llevaba en las manos. Sino, sano, iba diciendo a medida que arrancaba las hojas de la flor, que era blanca y con el botón amarillo. Sí... no, sí... no, sí... no y de aquí no salía. Diríase que las hojas arrancadas tornaban a reproducirse en el instante, pues ella no cesaba de quitarle hojas a la flor, y a la flor siempre le quedaban algunas. No puede nadie formarse una idea de lo que me fatigaba una cosa tan sencilla. Porque lo particular del caso era que las hojas, al desprenderse, hacían un ruido particular, de modo que al mismo tiempo que la mujer decía si... no, sí... no, las hojas la acompañaban haciendo tric trac, tric trac.

Pero ya se ve. ¿No había de fatigarme aquel laberinto si allí no había campo, ni mujer, ni flor, ni palabra alguna, sino el maldito péndulo? «Vamos –exclamé entreabriendo los soñolientos párpados–, el reloj me va a dar la noche», y me volví del otro lado y procuré coger de nuevo el sueño. El reloj seguía impasible, por donde no había forma de volverme a dormir. Determiné, por tanto, sacar el mejor partido que pudiera de sus acompasados golpes. Primero me tomé el pulso y me entretuve en notar si marchaba al compás del péndulo. Después empecé a contar los latidos del corazón de acero de aquella endiablada máquina. Conté no sé hasta cuántos; lo que puedo decir es que ya me faltaba tiempo para enumerar la cifra en el espacio que mediaba entre golpe y golpe. Ochenta y ocho mil novecientos noventa y ocho, ochenta y ocho mil novecientos noventa y nueve, decía yo entre dientes y apresurándome para no trabucar la cuenta, con un afán y una angustia que no los tendría mayores si se tratara de darme un doblón por cada uno de los golpes que iba contando. Y es el caso que yo no quería contar más y, no obstante mi deseo, seguía contando con la imaginación.

En esta batahola de la voluntad, en pugna con la pertinacia de esta otra voluntad independiente de nosotros que nos hace hacer lo que no queremos, me quedé por segunda vez dormido. Volví a soñar. De este segundo sueño me queda un recuerdo tan confuso que es muy difícil coordinarlo. Soñé que estaba quieto y que andaba. Estaba quieto porque, deseando no andar, me había sentado en un camino del que no veía el fin; y andaba porque oía el ruido de los tacones de mis botas, que parecían de acero y que yo iba sobre un plano de cristal. Y lo particular de la pesadilla consistía en que a pesar de tener la conciencia de mi quietud, me empeñaba en que aquel ruido de pasos era mío, y estaba tan persuadido de esto que por un fenómeno inexplicable me cansaba el movimiento sin moverme. «¿Si andará alguien junto a mí?», decía yo entre dientes, sudando ya la gota gorda y con una angustia indecible. Volvía la cara a todos los lados y no veía a nadie. Y el ruido de los pasos no dejaba de oírse con una regularidad matemática. Tric trac, tric trac..., seguían haciendo los tacones: los tacones, digo mal, porque lo que seguía sonando era el maldito de cocer del péndulo.

Pues, señor, está visto –torno a decir al tornar a despertarme–; es cosa decidida que yo no he de pegar los ojos en toda la noche.

Y no sabiendo ya qué hacer, me puse a tararear una barcarola al compás de los golpes del reloj, que yo en mi mente fingía que eran los de los remos. Figuraos una noche serena, un cielo azul oscuro sembrado de puntos de oro, un mar de plata en cuyas olas se quiebra y chispea la claridad de la luna, un esquife ligerísimo que corta las aguas dejando en pos una estela ancha y brillante, el profundo silencio de la inmensidad y las notas de una canción que flotan en el aire, donde la melodía se mece impregnada en voluptuosa languidez al cadencioso golpe de remo. No hay poeta romántico, no hay niña novelesca que no haya soñado alguna vez este cuadro del mar, la cancioncita, el barquito y la luna; cuadro magnífico, situación llena de poesía, de la que se ha abusado tal vez, pero que indudablemente es hermosa.

Perfectamente arrebujado en la ropa de la cama, entre despierto y dormido, cantando más que con los labios con la Imaginación una célebre barcarola de Weber, gocé durante algunos minutos de todas las delicias que hubiera podido gozar con la realidad de lo que me fingía. Hubo momentos durante los cuales creí que mi catre de hierro oscilaba al compás de los repetidos golpes del reloj, y que las gotas del agua, heridas por el remo, me saltaban a la cara. «¿Pero adónde diablos voy cantando y dándole al remo como un galeote por esta mar sin límites?», empecé a preguntarme al cabo de un cuarto de hora, y cuando ya había, por decirlo así, pasado revista a todo mi repertorio musical marítimo, que no es pequeño. Y bogaba y bogaba, y parecía que los golpes que marcaban la mesura, me obligaban a cantar, que quieras que no, siempre en un mismo compás. Con la frente cubierta de sudor, cansado de agitarme a un lado y otro, y completamente hastiado de aquella música que sin que yo quisiera me seguía sonando en el oído, resolví incorporarme en la cama para salir de la especie de sonambulismo lúcido en que me encontraba.

–¡Gracias a Dios! –exclamé una vez sentado, ya el golpe del péndulo no me parece otra cosa que lo que en efecto es.

Y me tranquilicé un rato, aunque para volverme a desesperar de nuevo. Yo he oído la polilla roer durante horas y horas, con una persistencia digna de mejor causa, los maderos del balcón de mi cuarto. Yo me he pasado en claro una y hasta tres noches sintiendo el aire entrar con un ruido sin nombre por el cañón de la chimenea de mi gabinete, y en un puerto de mar he soportado quince días de temporal escuchando el monótono y lejano bramido del oleaje; yo, por último, tengo un vecino, que Dios confunda, el cual vecino tiene un perro, cuyo perro, no sé si casual o intencionadamente, deja la mitad de las noches en la escalera, de modo que el animalito se entretiene en aullar hasta que amanece, y sin embargo yo, que he tenido el disgusto de apreciar y aquilatar tantos ruidos incómodos, confieso que no conozco nada tan impertinente, tan cansado, tan abrumador como el eterno dale que le das de un reloj de péndulo. Después de haberlos descompuesto y analizado, en el ruido del insecto que roe, en el murmullo del aire que zumba, en el eco lejano del mar que brama, en los lastimosos aullidos del perro que araña las puertas, hay una inmensa escala de tonos cuya diferencia llega a hacerse perceptible y rompen la monotonía. En algunas ocasiones he creído oír hasta palabras y frases entrecortadas en el silbo de los vientos, he seguido al insecto invisible en todas las peripecias de su titánica obra y he escuchado como una especie de himno en el murmullo de las aguas; pero por más que aquella noche intenté descomponer el continuado martilleo del reloj, no pude sacar en limpio sino dos golpes secos, metálicos, monótonos hasta la saciedad. Ya no podía dormir, ya no podía soñar siquiera para variar el suplicio; en mi lucha con el péndulo, comenzaba a ceder; a la impaciencia nerviosa, había sucedido una postración momentánea, precursora tal vez de una gran crisis. Oía los golpes como si me sonasen dentro de la cabeza. Los latidos de mis sienes no marchaban ya a compás con los de la máquina, porque la fiebre los había apresurado. Yo no sé dónde he leído que en la Inquisición daban un tormento horrible, dejando caer alternativamente sobre la cabeza del acusado una gota de agua fría y otra hirviendo.

En aquel instante hubiera jurado que cada uno de aquellos golpes era una gota de plomo derretido o de nieve que me taladraba el cráneo y me encendía o me espasmodizaba, causándome dolores horribles. Intenté sustraerme a aquel extraño tormento tapándome los oídos. ¡Afán inútil! Desesperado, sin fuerzas para aguardar el día en aquella angustia, salté de la cama, busqué a tientas y precipitadamente un fósforo y lo encendí. Yo no podré asegurar hoy que no fuese una alucinación, pero al derramarse la claridad por la alcoba, al fijar mis ojos en la esfera del reloj, se me figuró que las manecillas retorciéndose y los números romanos combinándose extrañamente fingían una cara diabólica que se reía con una carcajada muda de mi tormento y mi afán. No pude contenerme; levanté una silla con las dos manos e hice añicos la condenada máquina, origen de todos mis sinsabores. Después volví a acostarme y me dormí con la tranquilidad de un justo. Al despertar el otro día y ver hecho pedazos el reloj, no pude menos de exclamar qué género de sistema nervioso sería el de nuestros padres, que no sólo gustaban de los relojes con péndulo, sino que ,¡horror!, los tenían hasta con cuco.

 

El Contemporáneo

30 de abril, 1863