BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Cartas desde mi celda

 

Carta sexta

 

______________________________________________________________

 

 

 

Monasterio de Veruela, 1864

 

Queridos amigos: Hará cosa de dos o tres años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus convecinos acusaban de bruja. Ultimamente, y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan despreocupado como el nuestro.

Ya estaba para acabar el día; el cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso, comenzaba a ensombrecerse a medida que el sol, que antes transparentaba su luz a través de las nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo como término y remate de mi artística expedición, dejé a Litago para encaminarme a Trasmoz, pueblo del que me separaba una distancia de tres cuartos de hora por el camino más corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto los parajes más ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y más largo, y lo perdí, en efecto, a pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertreché a la salida del lugar.

Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería por entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de tarde hasta que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé a un pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo que, después de deslizar se sobre un cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce allí con un ruido particular que se oye a gran distancia en medio del profundo silencio de la naturaleza que en aquel punto y a aquella hora parece muda o dormida.

Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual según mis cuentas no debía distar mucho del sitio en que nos encontrábamos pues, aunque sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre en la dirección en que me dijeron hallarse. Satisfizo el buen hombre mi pregunta lo mejor que pudo y ya ; me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y manos y tirando de la caballería como Dios me daba a entender por entre unos pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca si quería llegar sano y salvo a la cumbre. La verdad era que el camino que equivocadamente había tomado se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra parte el ruido vertiginoso del agua que corría profunda a mis pies y de la que comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul que se extendía por la cortadura borrando los objetos y los colores, todo parecía contribuir a turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar a que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha que se dirigía al pueblo, adonde también iba a pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos que preguntarle con alguna insistencia por qué, aparte de las dificultades que ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre por la senda que llamó de la tía Casca.

–Porque antes de terminar la senda –me dijo con el tono mas natural del mundo– tendríais que costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que le da su nombre y en el cual se cuenta que anda penando el alma que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido para suya.

¡Hola! –exclamé entonces como sorprendido, aunque a decir verdad ya me esperaba una contestación de esta o parecida clase–. Y ¿en qué diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por estos andurriales?

–En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte de monte, ya haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastime ros como de criatura, o acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del precipicio, desde donde llama con su mano amarilla y seca a los que van por el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho, y cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza, da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima. ¡Ah, maldita bruja! –exclamó después de un momento, y teniendo el puño crispado hacia las rocas, como amenazándola–; ¡ah, maldita bruja, muchas hiciste en vida y ni aun muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero no haya cuidado, que a ti y a tu endiablaba raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una, como a víboras!

–Por lo que veo –insistí después que hubo concluido su extravagante imprecación–, está usted muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura, ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban todavía por el mundo.

Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mí para mostrarme la senda, se detuvo un poco, y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó con un acento de buena fe pasmoso:

–¿Que no le parezco a usted de edad bastante para haberla conocido? Pues, ¿y si yo le dijera que no hace aún tres años cabales que con estos mismos ojos que se ha de comer la tierra la vi caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido o de carne, hasta que llegó al fondo donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del pie?

–Entonces –respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre– daré crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra, aunque a mí se me había figurado –añadí, recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían– que todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.

–Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no les molestan; y fundados en que todo es puro cuento, echaron a presidio a algunos de los infelices que nos hicieron un bien de caridad a la gente del Somontano despeñando a esa mala mujer.

–¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar, que quieras que no? ¡A ver, a ver! Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe ser curioso –añadí, mostrando toda la credulidad y el asombro suficiente para que el buen hombre no maliciase que sólo quería distraerme un rato oyendo sus sandeces; pues he de advertir que hasta que no me refirió los pormenores del suceso no hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los periódicos de provincia una cosa semejante.

El pastor, convencido por las muestras de interés con que me disponía a escuchar su relato de que yo no era uno de esos señores de la ciudad dispuesto a tratar de majaderías su historia, levantó la mano en dirección a uno de los picachos de la cumbre, y comenzó así, señalándome una de las rocas que se destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris del cielo que el sol al ponerse tras las nubes teñía de algunos cambiantes rojizos:

–¿Ve usted aquel cabezo alto, alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino atrás de donde nos encontramos en este momento, próximamente sería la misma hora, cuando creí escuchar unos alaridos distantes y llantos e imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas que ya se oían por un lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un lobo por entre los zarzarles. El sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a un esqueleto que se escapa de su fosa envuelto aún en los jirones del sudario, una vieja horrible en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes que se destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo de fuego del horizonte, para reconocer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio se detuvo un instante, sin saber qué partido tomar; las voces de los que parecían perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando la veía hacer una contorsión, encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos que le arrojaban. Sin duda no traía el bote de sus endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!

Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, éstos con piedras en las manos, aquéllos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los unos, abrazándose a las rodillas de los otros, implorando en su ayuda a la Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca como una blasfemia. Pero los mozos así hacían caso de su lamentos como yo de la lluvia cuando estoy bajo techado. «Yo soy una pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo hijos ni parientes que me vengan a amparar; ¡perdonadme, tened compasión de mí!», aullaba la bruja; y uno de los mozos, que con la una mano la había asido de las greñas, mientras tenía en la otra la navaja que procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera: «¡Ah, bruja de Lucifer, ya es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!» «¡Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces no quiso probar bocado y murió de hambre dejándome en la miseria!», decía uno. «¡Tú has hecho mal de ojo a mi hijo y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches!», añadía el otro; y cada cual exclamaba por su lado: «¡Tú has echado una suerte a mi hermana!» «¡Tú has ligado a mi novia!» «¡Tú has emponzoñado la yerba!» «¡Tú has embrujado al pueblo entero!» Yo permanecía inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha. La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el tumulto de todas las otras voces que se reunían para acusarla, dándole en rostro con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo a Dios y a los santos patronos del lugar por testigos de su inocencia. Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como última merced que la dejasen un instante implorar del Cielo, antes de morir; el perdón de sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles; palabras que yo no podía oír por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado lograron entender. Unos aseguran que hablaba en latín, otros que en una lengua salvaje y desconocida, no faltando quien pudo comprender que en efecto rezaba, aunque diciendo las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.

En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada, y prosiguió así:

–¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa. Yo lo confieso con toda franqueza: llegué a tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terribles conjuros que sacan a los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen a la superficie de la tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto inmóviles cual si estuviesen encadenados por su sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando y envolviendo las peñas en derredor de las cuales fingían mil figuras extrañas como de monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños blancos y listas largas de vapor que, heridas por la última luz del crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de colores. Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubes que parecían correr al asalto de la peña sobre cuyo pico iba a morir la bruja, yo estaba esperando por instantes cuándo se abrían sus senos para abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos, comenzando una lucha horrible, al borde del derrumbadero, entre los que estaban allí para hacer justicia en la bruja y los demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel amargo trance.

–Y, por fin –exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor, e impaciente ya por conocer el desenlace–, ¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en las nubes y en cuanto le rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos cada cual en su agujero sin mezclarse para nada en las cosas de la tierra. ¿No fue así?

–Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula, o, lo que yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo y no haber acabado aún las vísperas durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no concluía nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase y, levantando en alto el cuchillo, se dispuso a herirla. La vieja, entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos irguiéndose llena de cólera: «¡Oh, no; no quiero morir, no quiero morir! –decía–. ¡Dejadme, dejadme u os morderé las manos con que me sujetáis!» Pero aún no había pronunciado estas palabras, abalanzándose a sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados en sangre y la hedionda boca entreabierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse por dos o tres veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente, y por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes como si estuviese borracha, la vimos caer al derrumbadero. Uno de los mozos, a quien la bruja hechizó una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte en el momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes negros y puntiagudos. ¿Pero cree usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso: la vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos. Cayó por el derrumbadero donde a cualquiera otro que se le resbalase un pie no pararía hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo le paró el golpe o porque los harapos de las sayas la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de uno de los picos que erizan la cortadura, barajando y retorciéndose allí como un reptil colgado por la cola. ¡Dios! ¡Cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan horribles salían de su boca! Se estremecían las carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de oírla.

«Los mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones, esperando el instante en que se desgarraría el último jirón de la saya a que estaba sujeta y rodaría dando tumbos de pico en pico hasta el fondo del barranco; pero ella, con el ansia de la muerte y sin cesar de proferir ora horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas de maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales; sus dedos largos, huesudos y sangrientos se agarraban como tenazas a las hendiduras de las rocas, de modo que ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y de las manos, quizás hubiese conseguido subir hasta el borde si algunos de los que la contemplaban y que llegaron a temerlo así no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal cantazo en el pecho que piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón en escalón por entre aquellas puntas calcáreas afiladas como cuchillos, hasta dar por último en ese arroyo que se ve en los más profundo del valle.

«Una vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el fango del arroyo que corría enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a volver en sí y a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos que de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o amenazando aún en las últimas ansias.

«Así estuvo algún tiempo, removiéndose y queriendo inútilmente sacar la cabeza fuera de la corriente, buscando un poco de aire, hasta que al fin se desplomó muerta; muerta del todo, pues los que la habíamos visto caer y conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca no apartamos de ella los ojos hasta que, completamente entrada la noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en todo este tiempo no movió pie ni mano, de modo que si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo cuyas aguas tantas veces había embrujado en vida para hacer morir nuestras reses. «Quien en mal anda, mal acaba», exclamamos después de mirar una última vez al fondo oscuro del despeñadero; y, santiguándonos santamente y pidiendo a Dios nos ayudase en todas las ocasiones, como en aquella, contra el diablo y los suyos, emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo en cuya desvencijada torre las campanas llamaban a la oración a los vecinos devotos.»

Cuando el pastor terminó su relato, llegábamos precisamente a la cumbre más cercana del pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo oscuro e imponente con su alta torre del homenaje, de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras que transparentaban la luz y parecían los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra negra de que está formado el monte y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obra de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos conciliábulos. La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La luna se dejaba ver a intervalos por entre los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible historia que me acababan de referir.

Ahora que estoy en mi celda, tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas impresiones extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas supersticiones tengan todavía tan hondas raíces entre las gentes de las aldeas que den lugar a sucesos semejantes; pero, ¿por qué no he de confesarlo?, sonándome aún las últimas palabras de aquella temerosa relación, teniendo junto a mí a aquel hombre que tan de buena fe imploraba la protección divina para llevar a cabo crímenes espantosos, viendo a mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolvía el agua entre las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo tradicional coronado de almenas oscuras que parecían fantasmas asomados a los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente y la razón, dominada por la fantasía a la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.

Posdata. Al terminar esta carta y cuando ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que me sirve y que ha concluido en este instante de arreglar los trebejos de la cocina y de apagar la lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto a mi mesa a esperar, como tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le entregue la carta que ella a su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato a Trasmoz y que en este último pueblo tiene gran parte de su familia, se me ha ocurrido preguntarle si conoció a la tía Casca y si sabe alguna particularidad de sus hechizos, famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor, procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda antes de responderme. Después de practicada esta operación y con voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación, me ha preguntado ella a su vez:

–¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?

–No, chica –la respondí–; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?

–Porque si es viernes, no puedo desplegar los labios sobre este asunto. Los viernes, en memoria de que Nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer mal a nadie, pero en cambio oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del mundo.

–Tranquilízate por ese lado, pues, a lo que yo puedo colegir de la proximidad del último domingo, todo lo más, andaremos por el martes o el miércoles.

–No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor, al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.

–¡Calle! ¿Y en qué consiste ese privilegio?

–En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del credo.

–¿Y eso se lo has ido tú a preguntar al cura tal vez?

–¡Quia! No señor; el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado a un cedazo.

–Que es el que debe saberlo... No me parece mal. ¿Y cómo se entra en conversación con un cedazo? Porque eso debe ser curioso.

–Verá usted..., después de las doce de la noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre el tres cruces con la mano izquierda, y suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las puntas de unas tijeras, se le pregunta Si se ha olvidado alguna palabra del credo, da vueltas por sí solo, y si no, se está quietico, quietico, como la hoja en el árbol cuando no se mueve una paja de aire.

–Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?

–Lo que es por mí, completamente; pero, sin embargo, mirando por los de casa, cuido siempre de hacer antes de dormirme una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la chimenea, y tampoco se me olvida la escoba en la puerta con el palo en el suelo.

–¡Ah, vamos! ¿Conque la escoba que suelo encontrar algunas mañanas a la puerta de mi habitación con las palmas hacia arriba, y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron a la bruja, y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisión divina anda penando, ¿contra quién tomas esas precauciones?

–¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son una familia entera y verdadera que desde hace un siglo o dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que acabarán también, le sucederá su hija, que aún es moza, y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.

–Según lo que veo, ¿ésa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente por la línea femenina desde los tiempos más remotos?

–Yo no sé lo que son, pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en el pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las noches de invierno.

–Pues vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco a los niños en mi afición.

–Es que esto no es cuento.

–O historia, como tú quieras –añadí por último para tranquilizarla respecto a la entera fe con que sería acogida la relación por mi parte.

La muchacha, después de colgar el candil en un clavo y de pie a una respetuosa distancia de la mesa, por no querer sentarse a pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las brujas de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicería y conjuros, pero tranquilo, porque, al dirigirme a mi alcoba, he visto el escobón junto a la puerta haciéndome la guardia, más tieso y formal que un alabardero en día de ceremonia.

 

El Contemporáneo

3 de julio, 1864