BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Artículos

 

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Las perlas

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El Contemporáneo, 27 de febrero, 1863

 

Quién no ha pensado alguna vez, mirando los granizos saltar en el alféizar de la ventana y oyendo el repiqueteo de sus golpes en los cristales: «¡Si estos granizos fueran monedas de cinco duros!»? Y ¿quién no ha añadido, completando la frase y después de reflexionar un instante sobre los inconvenientes que traería a la sociedad esta riqueza repentina que, al fin y al cabo, daría por resultado una pobreza general: «Y sólo cayeran en el patio de mi casa»? Porque, en efecto, nada más inútil que el oro el día en que se hiciese tan común como el estaño. Todo lo que se prodiga es vulgar; nadie aprecia lo que no ha de causar envidia, y es seguro que hasta la salud se miraría como cosa despreciable si no hubiese enfermos.

¿Qué piedras preciosas, qué objetos de lujo y de suprema elegancia habrá comparables a las flores, tan diversas en brillante color, caprichosas formas y suaves perfumes? ¿Qué hay, a pesar de esto, más vulgar que las flores? Es verdad que han tenido también su día de reinado; es verdad que su escasez, si no su belleza, las han hecho objeto de lujo en épocas determinadas; pero, alternativamente, se han destronado unas a otras para dejarle el puesto a la última y desconocida producción vegetal de un clima remoto.

Un hecho que ha tenido lugar últimamente en la famosa feria de Leipzig, a la cual acuden para hacer sus compras los más reputados joyeros alemanes, nos ha inspirado las ya vulgares reflexiones que dejamos hechas acerca de las causas de depreciación de ciertos objetos.

Parece que un comerciante de Ceilán, hasta ahora desconocido en la plaza, se ha presentado este año con una colección de perlas tan gruesas y tan nunca vistas por sus condiciones de oriente, igualdad y transparencia, que con justicia han sido colocadas en primer término y pagadas mejor que todas las otras perlas, de que el mercado estuvo muy abundante.

Hasta aquí, el suceso no tiene nada de particular; pero es el caso que a última hora comenzó a correr de boca en boca por todo Leipzig una historia maravillosa, un verdadero cuento de hadas.

Decíase que aquel traficante, desconocido de los que andan en este comercio, era un antiguo buzo, el cual había descubierto un banco tan extraordinario que todas las conchas que lo formaban contenían una perla más o menos grande. La historia pareció absurda al principio; mas luego, teniendo en cuenta la imposibilidad de que a no ser así dispusiese un particular de un número tan considerable de perlas no cogidas en las pesquerías del gobierno, hubo una verdadera alarma entre los compradores.

Sabido es que las pesquerías de Ceilán son propiedad del Estado que posee estas islas y que los que arriendan al gobierno las pesquerías lo hacen en una cantidad alzada, de modo que sólo ellos, que disponen de grandes medios, pueden emprender un negocio costosísimo, en el cual se emplean millones de hombres para obtener algún resultado. ¿Cómo un solo individuo ha podido, trabajando aislada y furtivamente, reunir un número considerable de perlas de tal magnitud que suponen una inmensa cantidad desechada y operarios y buzos sin cuento?

Las pesquisas oficialmente hechas no han dado por resultado una seguridad de la existencia del maravilloso banco de que se hablaba en Leipzig; pero todo induce a creer que, en efecto, existe, y una vez descubierto, inundará el mercado de perlas, hasta el punto de hacer vulgarísima una materia objeto hoy de lujo, buscada y pagada a precios exorbitantes.

¡El reinado de las perlas toca a su fin! Este grito de angustia, lanzado por los traficantes y joyeros de Alemania, ha encontrado un eco en los más elegantes boudoirs de las damas de Europa.

Se teme, y con razón, que se repita uno de esos cuentos orientales en que las piedras preciosas, regaladas por los malos genios a los muchachos en cambio de una indiscreción se transformaban al otro día en carbones.

Mientras el diamante espera temblando la hora en que un químico lo derribe del trono que ocupa al cristalizar el carbón puro, mientras las materias más preciosas, merced a la conquista de la ciencia, aguardan de un día a otro una depreciación inevitable, la perla, esa «gota de rocío cuajada», como la llaman los poetas indios, esa «lágrima de la aurora perdida en el fondo del mar», como ha dicho un célebre orientalista la perla, ajena a todo miedo, merced a las dificultades de su adquisición, se ostentaba llena de orgullo en los hombros de nuestras hermosas, en sus cabellos negros como la noche o en sus brazos torneados y blancos como la nieve.

No obstante, le ha llegado también su hora. En vano se procura disimular la crisis comercial hasta tanto que los joyeros de Alemania y los comerciantes holandeses hayan realizado sus existencias. A un mismo tiempo, un periódico inglés y dos revistas de intereses materiales de Bélgica han dado la voz de alarma.

Las perlas van a desaparecer del catálogo de los objetos preciosos. Ya las mujeres no las verán con un suspiro de envidia detrás de la iluminada anaquelería de un joyero; ya no jugarán un primer papel en las anécdotas galantes; sin embargo, su historia es tan brillante como antigua. Mucho se ha discutido acerca de la época de la primera exportación de esta materia preciosa, objeto siempre de un gran comercio entre la India y las naciones occidentales. Homero no habla de las perlas, y con este dato niegan algunos que se conociesen antes de emplearlas los romanos. En el Libro de Job y en el de los Proverbios se mencionan, y ateniéndose a esta cita, parece indudable que al menos del pueblo judío fueron conocidas desde los tiempos muy remotos.

La primera perla célebre de que habla la historia, perla que por otra parte merecía con razón ser mencionada, es la que Julio César dio a Servilia, hermana de Catón de Utica. Hoy no es posible formarse una idea exacta de sus condiciones y tamaño, por ignorarse el precio que tenían y la tasación aproximada; pero es seguro que no debió ser, como vulgarmente se dice, grano de anís, cuando al galante César le costó la friolera de seis mil grandes sestercios, próximamente unos cinco millones de reales. De esta calidad debió ser sin duda la que dio origen a un proverbio romano, el cual da hoy por seguro que «una hermosa perla colocada en el seno de una mujer hacía las veces de lictor, separando a la multitud y atrayendo sobre su dueña la consideración y el respeto de las turbas». En el día han variado mucho las condiciones sociales; pero aún puede decirse que hace las veces de Cupido. ¿A cuántos que no fascinarían los más hermosos ojos del mundo no ha flechado el aderezo de perlas de una mujer rica, especie de arco iris de la tempestad, vaga promesa de una dote respetable? Pero volvamos a Roma. Las romanas, antes que todo, y por más que algunos historiadores se empeñen en probarnos lo contrario, eran mujeres y, como tales mujeres, amigas del lujo y la ostentación, caprichosas y antojadizas. Sentados estos precedentes, no hay para qué decir que, una vez conocidos, el gusto por las perlas, entonces la última novedad, se desarrolló espontáneamente entre el sexo hermoso. Se usaron perlas entre los cabellos, en las orejas, en el pecho y en los brazos. Se bordaron las túnicas, los velos, los mantos y hasta los coturnos; se incrustaron en las vajillas, en las ánforas, en los muebles y hasta en los muros. Y en pos de las mujeres vinieron los hombres. Comenzó Pompeyo, entrando triunfante en Roma con treinta coronas de perlas a sus pies, y una vez conquistada Alejandría y hecho más general su comercio, acabaron Calígula y Nerón cuajando de ellas los arreos de sus caballos, después de prodigarlas con una profusión espantosa en sus vestiduras. A los que se espantan hoy del lujo de nuestras mujeres y lo llaman escandaloso e inmoral quisiéramos poderlos trasladar, después de una de nuestras reuniones más brillantes, a una de aquellas soirées o tes dansants romanos, en donde se descolgaban prójimas que, como Julia Paulina, llevaban a cuestas diariamente y así como para andar por casa de trapillo, valor de treinta millones en perlas, piedras preciosas y otras zarandajas del mismo jaez.

Llegada a este punto la exageración del uso de las perlas, parece como que no habría medios de seguir adelante; mas no fue así: los que no sabían ya qué hacer para mostrarse más pródigos que sus antecesores imaginaron machacarlas y servirlas en los banquetes rociadas en polvo aljofarado sobre los manjares. Machacarían perlas de poco valor, pequeñas y deformes, dirán algunos. Todo es posible; en Roma, como en Madrid, debió haber muchos de los que quieren y no pueden; pero la vanidad que, aunque no lo parezca, es muy ingeniosa, había establecido un ceremonial para evitar supercherías.

Era costumbre que, al mediar el festín, el anfitrión o anfitriona se quitase del cuello la perla, una perla mayúscula, y la triturase en presencia de los convidados que la habían de consumir.

Ignoramos hasta qué punto serán digestivas las perlas; mas lo que podemos asegurar es que, sólo al acordarnos de estos convites en que jugaban tan principal papel, se nos crispan los nervios pensando en cómo rechinarían sus partículas entre los dientes.

Después de estas épocas de esplendor, las perlas han seguido estando a la moda en el mundo elegante de todos los siglos y todas las civilizaciones. Desde la célebre que Cleopatra ofreció a Marco Antonio disuelta en vinagre hasta los históricos hilos de Buckingham, sueltos en presencia del elevado objeto de su amor, en la corte de Luis XIII, las perlas han intervenido como protagonistas en mil y mil lances de amor históricos.

      De estas cien anécdotas sólo queremos referir una. Aquellas de nuestras lectoras que, después de leer los renglones que llevamos escritos, se acuerden con un suspiro de sentimiento de las perlas que guardan en las afiligranadas boites de su tocador, que acaso mañana no tendrán más mérito que las cuentas de vidrio que regalaban a sus naturales los descubridores del Nuevo Mundo, deben consolarse con la pérdida de sus adornos impregnándose en su espíritu.

He aquí la historia, porque historia es y no cuento:

La princesa de J es sin duda alguna la más hermosa de las damas de la corte de Viena. Las miradas de envidia de sus rivales se lo habían dicho cien veces, y otras cien el círculo más florido de los pollos commÕil faut de Viena, que también en Viena hay pollos. Unos alababan la majestad de su apostura; otros, el fuego de sus ojos; éstos, las manos; aquéllos, el talle; los de más allá, los pies, o la boca, o la nariz, o la oreja pequeña, rosada y transparente. Todo era a su alrededor un concierto de alabanzas. Sus oídos se habían acostumbrado a los elogios como a una música conocida y deliciosa.

Una noche, el príncipe de J entró en el boudoir de su mujer a tiempo que ésta se vestía para un baile y le ofreció como recuerdo del aniversario de sus bodas una perla: una perla monstruosa, magnífica, con toda la suave opacidad, los cambiantes de mil colores y las condiciones de forma que pueden hacer única una perla entre las cien mil perlas cogidas de un siglo en la isla cuyo mar las produce.

La princesa, ufana con ella, se la colocó en la cabeza en el punto donde su cabello negro se partía sobre la frente como en dos alas oscuras, y se marchó al baile.

«¡Qué hermosa perla!» «¡Qué magnífica perla!» «¡Vale un tesoro!» «¡No tiene igual!» He aquí las exclamaciones que la saludaron a la entrada en el círculo cortesano. ¡Qué hermosa perla! ¡Qué magnífica perla! Ni una palabra para sus ojos, ni una frase galante a su sonrisa, a la gracia de su fisonomía, a la esbeltez de su talle.

Cuando la princesa volvió a su casa es fama que dijo, arrojando al suelo la famosa perla y pisoteándola: «¡Necia de mí! ¿Quién me ha mandado llevar al baile esta perla, la sola que podía ser mi rival, porque, como yo, con furia, es única en Viena?».

Consuélense, pues, las mujeres si el acaso las priva de uno de sus adornos favoritos.

Poco más o menos, la historia de la perla que acabamos de referir es la historia de todas las perlas del mundo.

Las hermosas parecen tanto más hermosas cuanto más sencillas, y las feas, si es verdad que hay alguna mujer fea en España, ésas están tanto peor cuanto más se adornan.

En cuanto a la pérdida del valor material, eso no es tanto cuestión de nuestras suscriptoras como de Samper y Pizzala.