BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Lope de Vega

1562 - 1635

 

La Vega del Parnaso

 

póst. 1637

 

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Selección:

El siglo de oro

Huerto deshecho

 

 

El siglo de oro

Silva moral

 

Fábrica de la inmensa arquitectura

de este mundo inferior que el hombre imita,

pues como punto indivisible encierra

de su circunferencia la hermosura,

5

y copiose la tierra

de cuanto en ella habita,

con tantos peregrinos ornamentos,

llenos los tres primeros elementos

de peces, fieras y aves, que vivían

10

de toda ley exentos,

si bien al hombre en paz reconocían.

Aun no pálido el oro,

porque nadie buscaba su tesoro,

y el diamante tan bruto, aunque brillante,

15

que más era peñasco que diamante;

los árboles sembrados de colores,

y los prados de flores,

buscando los arroyos sonorosos

en arenosas calles;

20

por las oblicuas señas de los valles

los ríos caudalosos,

y soberbios los ríos,

entre bosques sombríos,

vestidos de cristales transparentes,

25

sin volver la cabeza a ver sus fuentes,

anhelando a Oceanos,

perdiendo en él sus pensamientos vanos,

y sin temor alguno

de verse el tridentífero Neptuno

30

oprimido del peso de las naves,

abriendo sendas por sus ondas graves

los hijos de los montes

excelsos pinos y labradas hayas,

para pasar por varios horizontes

35

a las remotas playas

de climas abrasados,

frígidos o templados.

Ni el caballo animoso relinchaba

al son de la trompeta,

40

ni, la cerviz sujeta

al yugo, el tardo buey el campo araba,

que sin romper la cara de la tierra,

con natural impulso producía

cuanto su pecho generoso encierra,

45

que como en la primera edad vivía,

con desorden florida y balbuciente

daba pródigamente

con fértil abundancia

al mundo su riqueza,

50

porque, como mujer, naturaleza

es más hermosa en la primera infancia.

No haciendo distinción de tiempo alguno,

daba flores Vertuno

con diferentes frutas primitivas;

55

las parras y pacíficas olivas

y la dodónea encina, por la rubia

Ceres, que no tenía

necesidad de lluvia,

y de su misma caña renacía,

60

matizando los campos de violetas,

de rosas y de cándidas mosquetas,

no de otra suerte, que la alfombra pinta

el tracio con la seda de colores,

en cada rueda de labor distinta,

65

arábicos carácteres y flores,

que la naturaleza aun no pensaba,

que el arte su pincel perficionaba.

A la parte oriental, Euro tendía

las alas vagorosas,

70

el austro y mediodía,

y Bóreas fiera a las distantes osas

por el Septentrión temor ponía;

el sol por sus dorados paralelos

comenzaba el camino de los cielos,

75

que por no diestra del calor la copia

blanca Alemania fue negra Etiopia,

cuya eclíptica de oro no sabía

el nombre de los signos que tenía,

ni en su campo pensó que espigas de oro

80

paciera el Aries y rumiara el Toro.

La casta luna en su argentado plaustro

no se mostraba al austro

lluviosa, alternativas las dos puntas,

una a la tierra y otra al claro cielo,

85

sino pidiendo con las manos juntas

calor al sol para su eterno hielo;

sin temer el piloto en los confines

del vasto mar astrólogos delfines,

que, pacífico rey de su elemento,

90

se imaginaba superior al viento.

Los hombres por las selvas discurrían,

amando sólo el dueño que tenían,

sin intereses, sin celos.

¡Oh dulces tiempos, oh piadosos cielos!

95

Allí no adulteraba la hermosura

el marfil de su cándida figura,

ni la fingida nieve

y el bastardo carmín daban al arte

lo que naturaleza no se atreve;

100

ni a Venus bella en conjunción de Marte

al cielo el sol celoso descubría,

ni en Chipre se vendía

amor artificial: ¡Oh siglo de oro,

de nuestra humana vida desengaño,

105

si vieras tanto engaño,

tan poca fe, tan bárbaro decoro!

Todo era amor suave, honesto y puro,

todo limpio y seguro,

tanto, que parecía

110

una misma armonía

la del cielo y el suelo

que aspiraba a juntarse con el cielo.

 

En este tiempo de los altos coros

hermosa virgen con rëal ornato

115

bajó a la tierra, que adoró el retrato

de Júpiter divino, y por los poros

de sus fértiles venas

vertió blancos racimos de azucenas.

Y las fuentes sonoras

120

provocaban las aves

a canciones suaves

en las del verde abril frescas auroras,

que del son de las aguas aprendieron

cuantos después cromáticos supieron.

125

Venía una castísima doncella,

vestida de una túnica esplendente,

sembrada de otras muchas, siendo estrella,

y una corona en la espaciosa frente,

cuya labor y auríferos espacios

130

ocupaban jacintos y topacios.

Los coturnos con lazos carmesíes

forjaban esmeraldas y rubíes

que descubría el céfiro suave

de la fimbria talar con pompa grave;

135

un ardiente crisólito la planta

para estamparla en tierra pura y santa.

No sale de otra suerte por el cielo

con frente de marfil y pies de hielo

la cándida mañana,

140

guarneciendo de plata sobre grana

la capa de zafiros,

de las sombras somníferos retiros,

y volviendo de inmensas pesadumbres

reflejos a sus mismas claridades,

145

de montes y ciudades,

cúpulas altas de gigantes cumbres

a la noche tenía

en negro empeño hasta el futuro día.

Los hombres, admirados

150

de ver tanta hermosura,

preguntaron quién era,

no habiendo visto por los tres estados

del aire exhalación tan viva y pura

ni pájaro raro, que pudiera

155

ceñir la frente de tan rica esfera,

ni dar tales asombros

resplandecer sus hombros

con alas de oro, plumas de diamantes

no conocidos antes,

160

y aun presumir la admiración pudiera,

que el sol bajaba de su ardiente esfera

a vivir con los hombres como Apolo,

viéndose arriba, como sol, tan sólo.

Entonces, de sí misma esclarecida,

165

la hermosa reina a su piadoso ruego,

por una rosa de rubí partida,

en el jardín angélico nacida,

«Yo soy, les dijo, la Verdad», y luego,

como dormida en celestial sosiego

170

quedó la tierra en paz, que alegre tuvo

mientras con ella la Verdad estuvo,

que cuanto en ella vive

su misma luz y claridad recibe.

Pero felicidad tan soberana

175

poco duró por la soberbia humana,

porque en países de diversos nombres,

por cuanto el mar abraza,

en esta universal del mundo plaza

el número creciendo de los hombres,

180

desvanecido el suelo

presumió desquiciar la puerta al cielo,

y habiendo ya ciudades

y fábricas de inmensos edificios,

con armas en los altos frontispicios,

185

comenzaron con bárbaras crueldades,

intereses, envidias, injusticias,

los adulterios, logros y codicias,

los robos, homicidios y desgracias,

y no contentos ya de aristocracias,

190

emprendieron llegar a monarquías.

La púrpura engendró las tiranías,

nació la guerra en brazos de la muerte,

los campos dividieron fuerza o suerte,

dispuso la traición el blanco acero

195

para verter su propia sangre humana,

y fue la envidia el agresor primero,

y procedió la ingratitud villana

del mismo bien a tantos vicios madre,

infame hija de tan noble padre.

200

Bañó la ley la pluma

en pura sangre para tanta suma,

que excede su papel todas las ciencias.

Tales son las humanas diferencias.

Pero por ser los párrafos primeros

205

y ser los hombres como libres, fieros,

no siendo obedecidas,

quitaron las haciendas y las vidas

a sus propios hermanos y vecinos

y hicieron las venganzas desatinos,

210

porque, dormidos los jüeces sabios,

castiga el ofendido sus agravios.

Robaban las doncellas generosas

para amigas, a título de esposas,

traidores a su amigo,

215

y todo se quedaba sin castigo,

que muchos que temieron

por no perder las varas, las torcieron,

y muchos que tomaron,

pensando enderezallas las quebraron.

220

¡Oh favor de lo reyes!

Del sol reciben rayos las estrellas;

telas de araña llaman a las leyes,

el pequeño animal se queda en ellas

y el fuerte las quebranta.

225

¡Ay del señor que a sus vasallos deja

al cielo remitir la justa queja!

Viendo pues la divina Verdad santa

la tierra en tal estado,

el rico idolatrado,

230

el pobre miserable,

a quien ni aun el morir es favorable,

mientras más voces da, menos oído;

el sabio aborrecido,

escuchado y premiado el lisonjero,

235

vencedor el dinero,

José vendido por el propio hermano,

lástima y burla del estado humano,

y entre la confusión de tanto estruendo

Demócrito riendo,

240

Heráclito llorando,

la muerte no temida

y para el sueño de tan breve vida

el hombre edificando,

ignorando la ley de la partida,

245

con presuroso vuelo

subióse en hombros de sí misma al cielo.

 

*

 

Huerto deshecho

Metro Lírico

 

 

Al ilustrísimo señor Don Luis de Haro

 

Haro, de la alta esfera

gloria, y honor del monte de Helicona,

donde mejor pudiera

mover el sol su espléndida corona

5

y con mayor eclíptico decoro

que en sus eternos paralelos de oro

 

oye con rostro afable

no de Marte el furor, ni las fortunas

del mar inexorable,

10

que entre lares domésticos algunas

suelen causar al sentimiento efetos

que el genio obligan a formar concetos.

 

Antiguamente fueron

dignos los huertos, si las flores amas,

15

del honor que les dieron

los griegos y latinos epigramas,

vivas estatuas cuya ilustre pompa

no hay fuerza de los siglos que la rompa.

 

Quejábase la tierra

20

en su principio, que el celeste manto

tanta hermosura encierra,

y Júpiter, que amó las selvas tanto,

porque no pudo darle luces bellas

las flores igualó con las estrellas.

 

25

En el laurel constante

vivió ninfa gentil; celosa ardía

Clicie, de Febo amante;

a Narciso mató su filautía;

joven era el jacinto, y las hermosas

30

plantas de Venus purpuraron rosas.

 

El fruto del discreto

moral, sangre de Píramo colora;

con tierno y dulce afeto

la madre del Amor a Adonis llora.

35

Tú, pues tuvieron almas, oye en tanto

que lloran flores los que dellas canto.

 

En la primera parte

de la tiniebla en que la noche fría

su oscuro imperio parte,

40

los temerosos párpados abría

con luz intercadente y breve el cielo,

manchado a nubes el purpúreo velo.

 

Sólo en silencio mudo

a sí misma la Noche se escuchaba,

45

y en el informe y rudo

principio estar segunda vez juzgaba

cuantas naturalezas tienen forma

del claro sol que su materia informa.

 

Temblaba de la tierra

50

la cara que afeitaron tantas flores,

amenazando guerra

la caja de los Polos tronadores

y las colunas que los arcos fían

cañones de cristal estremecían,

 

55

cuando de los terrenos,

húmidos monstros, que el planeta cuarto

engendra por los senos

nubíferos, ya rotos, brama el parto,

silbando por el viento y polvo ciego

60

en selvas de agua, víboras de fuego.

 

Tantas balas de nieve

escupe la invisible artillería,

y tantos mares llueve,

que parece que en ira y en porfía

65

con nueva injuria a los gigantes fragua

en Etnas de temor sepulcros de agua.

 

Alivio de mis males,

Mísero huertecillo, que dormía

libre de penas tales,

70

sus flores acechando el alba al día

para abrir de pimpollos tanta suma,

y yo su luz para tomar la pluma,

 

a un tiempo nos quejamos

él con la voz, de que le roba el viento

75

las flores y los ramos,

y yo de ver que en su furor violento

no respetase Júpiter airado

la verde oliva y el laurel sagrado.

 

Fulminaba tronantes

80

rayos al mundo el celestial teatro

que bordaron diamantes,

y uno en furor los elementos cuatro,

pensaron que el motor que los gobierna

desengarzaba la cadena eterna.

 

85

No bien la blanca aurora

los jazmines del pie puso en la plata

del coturno que dora

al tiempo que con la luz el sol los ata,

cuando salí por ver qué fruto alcanza

90

la fe con que sembré tanta esperanza.

 

No siente más fatigas

mísero labrador cuyo sembrado

coronaban espigas

cuando miró las líneas del arado

95

su primero sudor, y del novillo

limpias las eras y burlado el trillo,

 

que yo mi inútil huerto,

robado como Hespérides de Alcides,

y en el campo desierto

100

otra Numancia de árboles y vides,

un Sagunto de flores y retamas,

las piedras hojas y los muros ramas.

 

Sobre mojados limos,

Troyas de manutisas y claveles,

105

pámpanos y racimos

de un cenador, ya título, doseles,

porque le puso el tiempo en alto estado,

la arena de sus pies hicieron prado.

 

Cual suele de mañana

110

antes de consultar el claro espejo,

sin falsa nieve y grana,

salir la dama en pálido bosquejo,

que desmintió lo que mentido había,

a la noche clavel y lirio al día;

 

115

y ya huésped extraño,

su amante apenas sabe consolarse,

y llamándose a engaño,

más solicita el irse que el quedarse,

así mi huerto en el lluvioso abismo

120

amaneció mentira de sí mismo.

 

Un árbol cuyo fruto

desatados corales imitaba,

volvió la pompa en luto

vengándose un jazmín que le envidiaba,

125

y le deja esqueleto así, y le priva

del alma natural vegetativa.

 

¡Condición arrogante!

¡que no sufras, jazmín, que las mayores

plantas estén delante

130

porque tu verde red salpiquen flores,

sabiendo que crecer ni vivir puedes,

a no tenerte en brazos las paredes!

 

La vividora hiedra

¿qué hiciera el laberinto de sus lazos,

135

si amante, con ser piedra,

piadoso el muro no le diera abrazos?

O ¿cómo, no trepando al verde colmo

fuera la vid tan alta como el olmo?

 

Cuanto el cielo sustenta

140

precisa ha menester defensa alguna;

todo el favor lo aumenta;

hasta el inmenso mar crece en la luna;

que nunca vi medrar, o es monstro raro,

planta sin sol ni ingenio sin amparo.

 

145

Cual quedan en la guerra

manoplas, golas, petos y celadas

sembrados por la tierra,

y entre el sangriento humor rotas espadas,

así del viento bárbaros rigores

150

rompieron ramas y sembraron flores.

 

Suspenso yo le dije:

¿Qué es esto, huertecillo? ¿Qué fortuna

tan áspera te aflige?

¿Cuánto la envidia en humildad ninguna

155

fue tan cruel? ¿Si el verte tan florido

el exorcismo desta nube ha sido?

 

¿Qué mucho que desprive

la envidia al siete veces cónsul Mario

y que al suelo derribe

160

la gloria militar de Belisario?

¡Mas tú, mas yo, venganzas tan crueles!

¿Por qué triunfos, jardín? ¿por qué laureles?

 

Si fueras el hibleo

de España, Aranjüez, no me admirara

165

que su feroz deseo

en tu rëal grandeza ejecutara;

mas átomo pensil, verte me admiro

el verde blanco de su helado tiro.

 

Consuélate conmigo,

170

que después de dos años pretendiente, –

los servicios no digo,

que fuera memorial impertinente;

basta que sepas tú que me pareces,

pues que te pierdes más cuanto más creces, –

 

175

áspero torbellino,

armado de rigores y venganzas,

súbitamente vino

a deshojar mis verdes esperanzas,

haciendo el suelo alfombra de colores

180

tantas hojas escritas como flores.

 

No fuera el gran monarca,

porque viviera yo, menor planeta,

pues cuanta tierra abarca

y ciñe el mar se le rindió sujeta,

185

que iguales mira al águila y algrillo

aquel topacio del celeste anillo.

 

Corre sin desclavarse

del folio de zafir, alma del mundo,

múdase sin mudarse,

190

de la naturaleza autor segundo,

rey de la luz con paz de su armonía,

hacha inmortal donde se encierra el día.

 

Si bien hay tierra adonde

ni aun con oblicuos rayos su grandeza

195

a su nadir responde,

tal es de mi fortuna la aspereza,

que no me alcanza el sol, ni me ha servido

haber junto a su eclíptica nacido;

 

ni mi fortuna muda

200

ver en tres lustros de mi edad primera

con la espada desnuda

al bravo portugués en la Tercera,

ni después en las naves españolas

del mar inglés los puertos y las olas.

 

205

Estoy seguro y cierto

de que ha de haber quien a los dos murmure,

mas no te espantes, huerto,

de que esta narración tanto me dure,

que como fui soldado de una guerra,

210

cuéntolo muchas veces en mi tierra.

 

Ni menos el estudio,

ejercicio también de su alabanza,

pero fatal preludio

del suceso infeliz de mi esperanza,

215

pues que dimos los dos en tantas sumas

tú al suelo flores y yo al viento plumas.

 

No es posible que falte

quien tu humildad castigue de que llore

el blanco y rojo esmalte,

220

que tu edad juvenil rompe y desdore

intempestiva furia de agua y viento,

pues vives el más ínfimo elemento.

 

Fuerte filosofía,

retirada vejez, pero contenta,

225

que la fortuna mía

con el breve camino el paso asienta;

si algunas esperanzas he perdido

sólo del tiempo estoy arrepentido.

 

Si yo no canto, basta

230

que otros canten por mí lo que yo lloro,

voraz el tiempo gasta

torres de vanidad, montañas de oro;

único sol no padeció rüina,

cándida Virgen, la virtud divina.

 

235

Ésta, príncipe claro,

sublime en vos y altísimo ornamento

de vuestro ingenio raro

os hace amable a todo entendimiento;

que si el alto nacer sólo ennoblece,

240

¡dichoso el que obra el premio que merece!

 

Huerto, desta ribera

para siempre se fue, ¡qué infausto día!,

la dulce primavera

que con su hermoso pie te florecía;

245

por eso te faltó sereno el cielo

y a su occidente sol siguióse el hielo.

 

A mí me daba vida

y a ti te daba flores. Ya la muerte

con su veloz partida

250

en estériles campos nos convierte,

que a vivir estos valles, no lo ignores,

a mí me diera siglos y a ti flores.