Juan González de Mendoza
1540 - 1617
Historia delGran Reyno de la China
Primera parteLibro terceroCapitulo XXIV
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Capitulo XXIVDela embajada que el Rey nuestro señorenvió al Rey de este Reyno, y las cosas que a ello le movieron,con las causas porque sedilato.
PARA remate y fin de esta pequeña historia, en la cual he sumado las cosas que se han podido entender hasta hoy del Gran Reino de la China, dejando otras muchas, de que tenía, y tengo hecha particular memoria, unas por ser apócrifas, y otras porque causan admiración por ser nunca oídas (que según consejo de sabios no se han de tratar) hasta que el mismo tiempo y la experiencia las faciliten: porque tendré por menos malo, que me reprendan de corto en ello (como algunos lo han hecho) que de prolijo y largo en el decir, aunque sea en detrimento de la obra, a quien quito mucho de lo que pudiera poner, y así dejándolo de intentó trataré en este último capítulo, de la carta, presente, y embajada con que el Rey don Felipe nuestro señor (que Dios muchos años guarde) me envió el año de 1580 para que en compañía de Otros religiosos de mi Orden, pasase desde su gran Reino de Méjico, al de la China, a darlo todo al Rey de aquel Reino en su hombre. Declararé de todo ello lo qué entendiere, puedo, sin exceder los límites de fidelidad (á causa de no haberse acabado la embajada) que se tiene confianza, en la Divina Majestad, y en el cuidado y diligencia que en ello pone la Católica, tendrá prestó el fin que se pretende, para el cual la carta y lo demás iba encaminando.Viendo los españoles moradores de las Islas Filipinas (que por otro nombre se llaman del Poniente) las cosas de mucho valor de oro y sedas, y otras muchas cosas, que del Reino de la China se traían a sus puertos: y que los que las traían, las vendían por poco preció (respecto de! en que ellos las estimaban) y enterados de los mismos Chinos de otras muchas cosas que en la tierra firme había (de algunas de las cuales se ha hecho mención en esta historia) movidos con el deseo de la conversión de las almas y del provecho que podría resultar del comercio y trato que se tendría con los Chinos, acordaron, el Gobernado, y principales de la ciudad de Manila, con parecer del provincial de la Orden de San Agustín, y de otros muchos religiosos graves de ella (que fueron los primeros que en aquellas partes predicaron el santo Evangelio, y bautizaron más de dos cientos mil almas, y hicieron otras muchas cosas de que tuviera bien que decir si hiciera a mi propósito, y no fuera en ello yo parte) de enviar al Rey Católico nuestro señor personas graves, y a quien se diese entero Crédito, para que le hiciesen relación de la noticia que de aquel Reino se tenía : y juntamente evidenciada la necesidad que todas aquellas Islas (que estaban por suyas) tenían para su conservación, de tener por amigos a los Chinos comarcanos suyos, y que de esto se seguirían muy grandes provechos: y así mismo para que juntamente le suplicasen fuese servido de mandar enviar una embajada al Rey de aquel Reino para mayor confirmación de amistad, acompañada de algunas cosas de las que en sus Reinos se usaban, que en la China serian de mucha estima, y ocasión de hacer el camino ala predicación Evangélica y a dar principio que se contratasen más largamente los Españoles y Chinos, de lo cual se seguiría el sobredicho provecho a todos sus Reinos, por las muchas cosas, así de riqueza, como de curiosidad, que de aquel Reino a ellos se tratarían. Tratado con mucho acuerdo que en sería la persona que enviarían para tan larga jornada, y suplicar a su Majestad lo que se ha dicho, fueron de parecer, que rogasen al provincial ya dicho de los Agustinos, que se llamaba fray Diego de Herrera (hombre muy docto, y religioso, y de gran experiencia en las cosas de aquellas Islas, por haber sido de ¡os primeros descubridores de ellas) tomase por amor de Dios y servicio de su Majestad y bien de aquellas Islas, el trabajo de venir con la petición: porque tenían por muy cierto que, así por concurrir en el tantas partes, como por el oficio, ninguno pondría mejor en efecto su deseo, ni sabría mejor persuadir a su Majestad la importancia de la embajada que le suplicaban enviase, y otras muchas cosas necesarias al gobierno de las dichas Islas que le habían de encomendar. Esta determinación fue aprobada por todos y aceptada por el provincial, el cual se partió luego de las Islas en un navío que para venir a la Nueva España estaba aprestado, que fue el año de 1573. Acompañaron le cuando se iba a embarcar el Gobernador y todos los de aquella ciudad (de quien era muy amado por su mucha santidad, y buena condición) y rogaron le con muchas lágrimas que procurase volver con la brevedad posible a aquellas Islas adonde tanto le querían y habían menester. El se lo prometió, y en pago del trabajo que por su provecho tomaba pidió a todos encomendasen a Dios le diese buen viaje (que se lo prometieron y cumplieron con particular cuidado.) Con esto se hizo a la vela el navío, por el mes de Noviembre de dicho año, pasando por Méjico y tornándose a embarcar en la mar del norte, llegó a trece de Agosto del año siguiente a Sanlucar de Barrameda en España, trayéndome a mí por su compañero. De allí fuimos el día siguiente a Sevilla, de donde nos partimos luego para Madrid (donde su Majestad estaba) y llegamos allá a los 15 de Septiembre de 1574 (la misma semana que se había tenido aviso de la pérdida de la Goleta). Fuimos le luego a besar las manos y llevar las cartas de su Gobernador y ciudad, y así a ellas como a nosotros nos recibió con su acostumbrada benignidad, y oyó la petición con mucha satisfacción de que el deseo era santo y provechoso, y dijo nos que el mandaría a su Consejo tratase con particular consideración, y con la brevedad que se requería de aquel particular, agradeciéndonos el largo camino que por su servicio, y darle noticia del descubrimiento de este Reino, y las demás cosas tocantes a las Islas, habíamos hecho. Mandó luego que nos proveyesen todo el tiempo que allí estuviésemos de lo que para nuestro sustento fuese menester, y a nosotros que fuésemos a dar cuenta de las cosas a que habíamos venido a su Presidente del Consejo de las Indias, que era don Juan de Ovando, encomendándole Su Majestad las considerase con mucho acuerdo y le consultase robre ello después de haber tratado con su Consejo Real de las Indias, lo que acerca de ello convenía hacer, como lo hizo, según pareció por el efecto, porque nos dio recado dentro de pocos días de todo lu que de las dichas Islas se pedía, excepto de lo que tocaba a la embajada para el Rey de la China, que como cosa más importante, y que requería más tiempo y mayor acuerdo, se difirió para mejor ocasión. Con esta resolución, y con cuarenta religiosos, y muchas cédulas de su Majestad tocantes al buen gobierno de aquel nuevo Reino nos partimos para Sevilla el mes de Enero del año siguiente de 1575, donde quedándome yo por orden suya, y por ciertos respetos, se embarcó el dicho provincial con los cuarenta religiosos, y partió el mes de Junio, llevando buen viaje, hasta la nueva España, y de allí por el mar del Sur hasta llegar a vista de las Islas, donde revolviéndose el tiempo, les fue forzoso arrimarse a una Isla de gentiles, de los cuales lodos los cuarenta religiosos fueron muertos, sin escapar más que solo un indio de las Islas que habíamos traído con nosotros a España. El cual aportó después a Manila y dio la nueva de como todos habían sido muertos y que habían los gentiles arrompido los papeles que llevaban. Sabido esto por el gobernador y los demás de las Islas, después de haber hecho el sentimiento que en tal caso era justo se hiciese, y viéndose con la misma necesidad que antes tenían, a causa de la pérdida del sobredicho provincial, y sus compañeros, y asimismo de las cartas y cédulas de su Majestad que llevaba, tornaron a escribir de nuevo y suplicar lo que ya en parte les había el Rey concedido (aunque ellos no lo sabían) y juntamente lo tocante a la embajada que para el Rey de la China habían pedido, añadiendo nuevas causas, para que por ellas se les hiciese la merced ya pedida de enviar la embajada, que era cosa de mucha importancia para todas aquellas Islas. Cuando estas cartas vinieron, en conformidad de lo que por ellas a su Majestad se le pedía, proveyó por gobernador de aquellas Islas a un caballero que se llamaba don Gonzalo de Mercado y Ronquillo, hombre de mucho valor y discreción, y que había estado y servido mucho a su Majestad así en el Perú como en Méjico. El cual, habiendo entendido la instancia grande, con que los de las Islas pedían la embajada, y lo mucho que importaba se hiciese (como hombre a quien por ser ya gobernador nombrado de aquellas Islas tocaba) dio memoriales sobre ello al Rey y a los de su Consejo: y al fin le respondieron que se fuese luego con los soldados que iban en aquellas partes, porque convenía así, a causa de la necesidad que en las dichas Islas había: y que en lo de la embajada, pues no había tanta necesidad, se trataría más despacio, en tiempo que el Consejo le tuviese de advertir despacio la conveniencia que el negocio tenía. Y que se consultaría a su Majestad, para que, como dueño de ello, mandase lo que mas fuese servicio de Dios, y suyo. Con esta respuesta se fue el dicho gobernador. Sucedió que luego el mes de Agosto del año siguiente tornaron de las dichas Islas (á las cuales el Gobernador no había llegado) a suplicar con mucha mayor instancia lo que las otras veces habían pedido, enviando con la petición la relación de la entrada del padre fray Martín de Herrada, provincial de los Agustinos, y sus compañeros, en el Remo de la China, y las cosas qué había visto, y sabido, (como se podrá ver muy largamente en la dicha relación que va puesta en la segunda parte de este libro). Viendo esto su Majestad se resolvió de enviar la embajada que tantas veces le habían pedido en tiempo que comenzaba la jornada de Portugal, que era de mucha ocupación señal muy clara de que era voluntad de Dios, en cuya mano, (como dice el Sabio) está puesto el corazón del Rey. El nombrar persona que la hiciese, remitió su Majestad al presidente de Indias don Antonio de Padilla y Meneses, el cual como hubiese muchas veces tratado conmigo diversas cosas de aquel Reino, y del de Méjico (donde yo había estado desde edad de diez y siete años) ocasionado (de que yo por estar por predicador en el convento de San Felipe de Madrid) acudía a el algunas veces a negocios que de aquellas partes me encargaban tratase, y a otros que el se informaba, ya que con esta ocasión le visitaba muchas veces. Este largo trato, y la voluntad que me tenía, le persuadió que yo podría poner en ejecución la de su Majestad, que era de que persona religiosa hiciese la embajada, y asimismo haber conocido mi deseo era de la salvación de aquellas almas, y de servir a su Majestad. Todo esto con la noticia larga de navegaciones, y de aquellas gentes y tierras, juzgo ayudaría para conseguir el efecto que su Majestad y los de las Islas Filipinas pretendían. Resuelto en este parecer, remitió mi despacho a los señores del Consejo Real, dónde el presidía, por partirse el con su Majestad a la jornada dicha, por cuyo mandamiento salí de la corte para Sevilla, adonde estaba dado orden se aparejasen las cosas que había de llevar para el Rey. Allí me detuve solicitándolas algunos días (y porque por ser muchas las que se habían de hacer, y no era posible acabarse para el tiempo en que la partida de la flota estaba pregonada), el señor licenciado (rasca de Salazar, presidente de la Contratación de Sevilla y oidor del Consejo Real de las Indias, dio de ello cuenta a Su Majestad, que estaba en Badajoz, ocupado en las rosas del Reino de Portugal, para que diese el orden que fuese servido. el envió a mandar se partiese la flota, y que yo me detuviese hasta que se acabase todo lo que se había de llevar para el Rey, según y como lo había mandado, y que para cuando todo estuviese en orden, se aparejase una nao ó galeón en que se hiciese ka jornada, para que pudiésemos alcanzar en la Nueva España las naos que cada año partían para las Islas Filipinas por Navidad. Dilató se este mandato hasta principio de cuaresma, así por las muchas cosas que se hacían (que en tan poca tiempo no se habían podido acabar) como por el universal catarro que hubo aquel año en España. Puesto todo en orden, se me entregó la carta de su Majestad, y las demás cosas (que por ser muchas y haber sido largo en este capítulo, no digo, y porque me parece las podrá sacar por sí el discreto y prudente lector), considerando la magnanimidad del Católico Rey que las enviaba, y la grandeza y riqueza del a quien eran enviadas (de la cual hemos dicho harto en el discurso de esta pequeña historia). Quisiera poder dar de todo particular cuenta y poner aquí la copia de la carta que Su Majestad enviaba a aquel Rey gentil, (que es bien digna de su autor); pero por no haber resultado el efecto ni tener licencia para ello de quien sólo me la puede dar, y estar donde no puedo pedirla, no me atrevo por no exceder los límites de fidelidad: pero basta que se entienda que, así lo uno como lo otro, y el ofrecerle la Majestad Católica de Nuestro Rey su amistad, iba encaminado a procurar traer al Rey de aquel Reino y a sus vasallos y súbditos, al conocimiento del verdadero Dios, y a recibir nuestra santa fe católica, y a darles a entender el error en que estaban, ignorando el conocimiento claro del verdadero Dios, Creador del cielo y de la tierra y de todas las criaturas del mundo visibles é invisibles, salvador y glorificador de los hombres que con verdadero conocimiento creen en el y obedecen su santa ley, declarada por su palabra, y confirmada con sus divinas señales: y otras cosas a este propósito. Llegué, prosiguiendo el orden que llevaba, al Reino de Méjico, adonde ofreciéndose cierto inconveniente (que Su Majestad en el orden que había dado para la jornada mandaba se advirtiese) y siendo necesario darle noticias de el, antes de pasar adelante, pareció bien al Virrey de aquel Reino (que era el Conde de Coruña) volviese yo a Lisboa, donde su Majestad estaba, a darle cuenta de ciertas dificultades que se habían hallado en una junta que por orden y mandamiento suyo, el Virrey había hecho de los más graves hombres de todo aquel Reino acerca de la prosecución de la embajada. Con esta resolución partí de aquel Reino y torné a España, quedando en la ciudad de Méjico el presente en poder del Virrey de aquel Reino hasta que se le ordenase lo que había de hacer de él. Hallé a su Majestad en Lisboa, a quien, habiendo dado las cartas que sobre ello se le escribían, y declarado el parecer de la junta ya dicha, tomó muy a su cargo el buscar ocasión para efectuar su cristianísimo intento y santo celo, como creo lo ha procurado y procura por todas las vías posiblesy que muy en breve hemos de ver en aquel Reinoplantada nuestra santa fe Católica Roma-na, y desterrada la falsa idolatría. Ha-galo Dios como puede, para quesu santa fee sea ensalzada, yaquellas almas redimi-das con su sangrepreciosa sesalven. |